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La crisis económica: una caída, tres ritmos de recuperación

Escrito por Vicente J. Pallardó, analista de Coyuntura Económica. Instituto de Economía Internacional. Universidad de Valencia

Publicado por anarubio
martes, 12 de julio de 2011 a las 12:07

La crisis atravesada por la economía mundial desde el verano de 2007 ha sido la más importante desde la “Gran Depresión” de los años 30 del pasado siglo. En consonancia, el mundo académico conoce ya este período como el de la “Gran Recesión”. La magnitud de la caída de la actividad económica, el empleo o la producción industrial triplicó o cuadriplicó la de períodos de crisis anteriores de la economía mundial. En un mundo globalizado, el hundimiento de los flujos de bienes, servicios y capitales fue aún de mayor dimensión. En efecto, la confluencia de una crisis financiera de orígenes y complejidad sin precedentes, los profundos desequilibrios por cuenta corriente y el ascenso imparable de los precios de las materias primas dejó a la economía internacional al borde del colapso.

No obstante, la enérgica respuesta de las políticas macroeconómicas y el ascenso, en la década previa a la crisis, de los países emergentes como un motor de crecimiento mucho más robusto que el integrado por las economías occidentales y mucho menos dañado por la vertiente financiera de la crisis, han permitido superar la crisis con un coste que, aun siendo excepcionalmente elevado, resulta moderado respecto a lo que se anticipaba, especialmente en el último trimestre de 2008 y la primera mitad de 2009, cuando alcanzó su cénit.

Aunque no es el objeto de este artículo, no está de más recordar, por las consecuencias adversas que puede tener en un futuro no lejano, que el avance en la resolución de los problemas estructurales que condujeron a la crisis (finanzas, desequilibrios externos y materias primas) es menos que discreto y carece de la imprescindible coordinación internacional para afrontar retos de tal magnitud.

Por otra parte, la recuperación de la crisis reviste un carácter drásticamente distinto según el área económica considerada. Mientras en el mundo emergente se han recuperado e incluso superado los niveles de renta, empleo y crecimiento previos a la crisis (y, de hecho, la preocupación se centra más en la inflación, las potenciales burbujas inmobiliarias y financieras y la insuficiencia de mano de obra cualificada que sostenga ese crecimiento), gran parte de Occidente (con excepciones ofrecidas por economías sumamente competitivas, que están mostrando un dinamismo excepcional – e.g.: Alemania, Suecia) trampea con un ritmo de crecimiento discreto y serias dudas sobre cuándo retirar los ingentes estímulos fiscales y monetarios introducidos.

Un tercer grupo de economías, las de la periferia europea, por el contrario, están sumidas en una situación de crecimiento tibio (cuando no de caída de la actividad), desempleo desmedido, enormes dificultades para captar financiación y, en los casos de Grecia, Irlanda y Portugal, programas de rescate internacionales. La economía española, aunque un escalón (debe subrayarse que un escalón muy significativo y generalmente reconocido) por encima de las citadas, se encuentra en este grupo que integra la cola de ese pelotón que es la economía internacional. ¿Por qué?

Por supuesto, uno puede contentarse con “deslocalizar” la responsabilidad, y atribuirla a cualesquiera fantasmas externos. Es una opción fácil, falsa y, sobre todo, inútil. La gravedad de la situación española (como de la griega, la portuguesa o la irlandesa) se deriva de factores idiosincráticos, propios, y ligados no a lo hecho durante la crisis sino a lo realizado (o no) durante la fase de expansión previa. La suma de esos factores a los problemas derivados de la crisis internacional (que han sido iguales para otros países, ahora en mucha mejor condición) es la que nos conduce al estado actual de debilidad de nuestra economía.

¿Cuáles son esos factores específicos para España? No por conocidos (y, por cierto, subrayados años antes de la crisis por no pocos expertos) está de más hacerlos explícitos.

Primero, un modelo de crecimiento basado de forma exagerada en el sector de la construcción y sostenido por una provisión desmesurada, y no pocas veces irresponsable, de financiación bancaria. Durante años se ignoraron, salvo por un núcleo duro de excelentes pero escasas empresas con vocación exportadora y presencia continuada en los mercados exteriores, los retos de la productividad y la competitividad. El agotamiento del boom inmobiliario ha arrastrado a una profunda sima ese modelo de crecimiento y, además, ha supuesto para el sector bancario español lo mismo que la exposición a activos financieros tóxicos en otros sistemas bancarios: serios problemas de solvencia, críticos para no pocas entidades.

Segundo, todo ese crecimiento se apoyó en un excesivo endeudamiento del sector privado no financiero, con un paralelo déficit de ahorro que ha hecho depender a la economía española en extremo de los capitales externos. Mientras el exceso de liquidez inundó los mercados y financió sin discriminación a solventes e insolventes por igual, esto no supuso un problema, e incluso se vendió como prueba de confianza en la economía española. Con la crisis, los inversores se muestran mucho más cautos y discriminan entre deudores, y ahí la periferia europea, con sus debilidades estructurales, aparece como perdedora. No conviene olvidar que incluso en 2011, pese al ajuste interno, nuestra economía va a solicitar unos 40000 millones de euros nuevos (además de los que debe refinanciar) al resto del mundo.

El tercer problema es la ausencia dramática de reformas estructurales en la economía española durante toda la época de expansión. Estas reformas siempre tienen costes a corto plazo para colectivos concretos, frente a beneficios mayores a medio y largo plazo para el conjunto de la sociedad. Por eso es inteligente afrontarlas en épocas de expansión; se puede compensar a los perdedores y disfrutar de ciclos económicos más favorables cuando las cosas, por ejemplo por una crisis internacional, se tuercen.

¿Y ahora qué? Primero, se desee o no, hay que aceptar la responsabilidad de nuestra situación y admitir que nuestro nivel de vida va a verse mermado durante un tiempo, fruto del inevitable ajuste público y privado. Segundo, procurar evitar una fractura social como la que está aconteciendo en Grecia. La cooperación del conjunto de agentes políticos, sociales y económicos aseguraría una salida más rápida y vigorosa de la crisis. Pero, sobre todo, hay que reformar en serio. Con cinco, diez o quince (o más) años de retraso, según la reforma a la que nos refiramos, y en una situación difícil, en la que compensar a los perdedores a corto plazo va a ser casi imposible. Pero no hay alternativa.

¿Qué reformas? Me limitaré a esbozar algunas ideas al respecto.

En términos de urgencia, debe incidirse en la trascendencia de finalizar la reforma del sistema financiero. Realizada con exasperante lentitud, más como programa de rescate que por convencimiento sobre las deficiencias del sistema, debe concluirse de forma inmediata, con la intervención de cualquier entidad que haga albergar la menor duda sobre su capacidad para generar los recursos de capital suficientes por sus propios medios. A continuación, se debe proceder a su saneamiento y posterior privatización, esperando a que los precios de mercado no incluyan los brutales recortes actuales, y preservando la competencia en el sector.

Sin la resolución de los problemas del sistema bancario no será posible avanzar en dos aspectos cruciales para la recuperación: la mejora de la confianza de los inversores internacionales en la economía española y la progresiva recuperación del crédito a familias y, sobre todo, pequeñas y medianas empresas.

El mercado laboral español ha vuelto a demostrar su absoluta disfuncionalidad: caídas de la actividad similares a las de otros países conducen a desplomes en el empleo sin comparación en Occidente (como ya aconteció varias veces en las últimas cuatro décadas). La reforma hasta ahora emprendida ha estado bien orientada, pero resulta insuficiente y no aborda varios de los retos largamente pendientes: la estructura de la negociación colectiva, una mayor vinculación salarios‐productividad y una mayor uniformidad de contratos. La resolución de estos problemas y el desarrollo de una superior flexibilidad en materia de adaptación de tiempo de trabajo y salarios al ciclo económico, en el estilo de países tan poco sospechosos como Alemania, ayudarán, en el medio plazo, a la generación de mejor empleo y a una mayor estabilidad en el mismo.

Los sistemas de innovación e internacionalización en las empresas españolas requieren también una fuerte revisión, comenzando por un compromiso prioritario e inequívoco por la productividad y la competitividad como ejes conductores no solo de la economía sino de la sociedad española. Y, si ello se reconoce así, ese compromiso deberá ir acompañado de los fondos necesarios, agrupados en menos programas y con objetivos más definidos, además de con un seguimiento estricto de los resultados de cada uno. Algunos de esos objetivos, como la incorporación de capital humano, el esfuerzo innovador, la apertura continua al exterior, o la cooperación empresarial, esencial para una estructura de PYMEs en el mundo globalizado actual (y ello supone cooperación entre empresas y de éstas con la Administración y la Universidad) deben subrayarse y reforzarse con incentivos fiscales dirigidos a potenciarlos (no más “café para todos”), así como con una regulación más ágil y acorde con los parámetros internacionales en materia de creación y desarrollo de la actividad empresarial.

Otras reformas, igualmente esenciales, desde la de las Administraciones públicas (casi tabú), hasta la de las pensiones (en la que se ha puesto una primera piedra), pasando por la de la educación (donde los continuos vaivenes legales y de principios rectores constituyen un dislate permanente de los responsables políticos de todo signo desde hace demasiado tiempo) merecerían un espacio que excede ya lo razonable para este artículo.

Responsabilidad y reformas, con cooperación y coordinación, marcan el camino de salida de la crisis para la economía española. No es fácil, pero no debiera ser imposible.

VICENTE PALLARDÓ

Vicente Pallardó López es Licenciado y Doctor en Ciencias Económicas y Empresariales por la Universidad de Valencia. Master of Science in Economics por The London School of Economics and Political Science (LSE), Universidad de Londres. Investigador senior del Instituto de Economía Internacional (IEI) y Profesor del Departamento de Estructura Económica de la Universidad de Valencia. (Ver Currículum Vitae)

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